Ya se acercaba la noche, esa noche tan misteriosa, aquella en la que todo tipo de criaturas de las sombras salen, aquella en la que lo normal se vuelve misterioso, esa noche en la que tú y yo por fin nos encontraríamos. Lento… el tiempo pasaba lento. Yo, sentado en la cama, miraba desesperado el reloj, aquel reloj que años atrás me había regalado mi abuelo y que tras su muerte lo había guardado como un tesoro, pero las agujas del reloj parecían que no se movían y una gran angustia me inundaba. Me volví a sumergir en mis pensamientos, y allí recordé paso a paso lo que aquella noche tenía que hacer.
Ya casi era la hora, pero mis nervios me arrebataron la paciencia y salí antes de lo previsto. Llevaba una especie de túnica negra con un gran capuchón que me había dado Gabriel, o por lo menos, así hacía llamarse él. Atravesé el umbral de la ventana y baje trepando por la pared, rápidamente corrí hacía la oscuridad y quede camuflado entre las sombras de aquella noche oscura y misteriosa.
Llegue a una placita donde no había apenas luz, en sus alrededores grandes plantas la habitaban y en el medio de de esa oscura plaza, una pequeña fuente parecía que alguna vez la había adornado, junto a ella tal y como estaba planeado se encontraba Miguel, que al igual que yo vestía con una gran túnica. Él me condujo hasta el lugar indicado, durante todo el trayecto no dirigimos palabras. Al llegar vi que era una casa, donde tú y yo por fin nos encontraríamos. La casa estaba claramente abandonada y prácticamente en ruinas, en sus muros crecían grandes hiedras que la recorrían de arriba a abajo, sus piedras estaban recubiertas de musgo y la madera estaba podrida por la humedad.
Miguel me hizo una seña para que entrara, y así hice. Abrí la puerta y al empujarla sonó un agudo chirrido que me hizo estremecer. Miguel esperó fuera y la puerta se cerró tras de mí. El interior de la casa era de la más negra oscuridad, excepto por tres luces que parecían ser sostenidas por personas. Las tres, vestidas igual que yo, rodeaban una gran piedra en forma de altar y a su lado había grandes vasijas. No esperamos mucho hasta que la puerta volvió a chirriar, tras ella aparecieron tres hombres, uno de ellos sostenía una luz, los otros dos llevaban en brazos un saco. El primero claramente era Gabriel ya que su túnica se distinguía de todas las demás por dos grandes franjas rojas, una horizontal y otra vertical, que se cruzaban en la espalda. Los dos hombres que le seguían depositaron el saco encima de la piedra.
Gabriel me hizo una seña para que me acercase, al hacerlo sacaron del saco una muchacha de unos dieciséis años, amordazada y atada de pies y manos. Empezaron a derramar sobre ella las vasijas, una de ellas contenías sangre de cerdo y su hedor casi me hace vomitar. Gabriel sacó de la túnica un puñal y me lo ofreció, depositándolo con delicadeza sobre mis manos. En él pude observar su deslumbrante brillo, su empuñadura era de oro macizo adornada con joyas preciosas. La hoja, de un filo inigualable, contenía una inscripción en ella, en alguna lengua antigua. Según una antigua leyenda había sido forjada por un Dios y templado a unas temperaturas inhumanas, cuentan que un día los dioses lo perdieron y bajo las arenas del desierto, la Reina de Egipto lo encontró, decidió adornarlo con las mejores joyas que poseía. Tras su muerte fue sepultado con ella, tiempo después el lugar fue asaltado y el puñal robado, nunca más se volvió a saber de él.
Ya estaba todo preparado y yo dispuesto a hacerlo, o eso creía. Empuñe con firmeza el puñal, lo coloque sobre mi pecho, lo alcé. Sabía que no debía hacerlo pero me fije en su rostro y… distinguí una cara conocida. Aquella muchacha a la que yo estaba a punto de matar, tenía nombre, Elisabeth Virgin, de pequeños jugábamos juntos, y mi madre me la solía poner de ejemplo ya que pese a tener que cuidar de sus hermanos era una estudiante nata, además hace poco me contaron que había empezado a salir con un conocido mío. Pero pese a todo eso, era la única manera de poder estar contigo, asique olvidé cuanto sabía de ella, alcé el puñal y lo clavé en su pecho. La sangre me salpicó el rostro pero no impidió que retorciera el puñal de un lado a otro. Rápidamente un escalofrío me recorrió el cuerpo, era inmenso e infinito, sentí tus manos sobre mí, me acariciaban con suavidad y una leve brisa me hacía sentir que flotaba. Lo que fue un segundo me pareció que era una eternidad junto a ti. Pero acabó y caí desplomado al suelo.